12.5.08

El suplemento ABCD de las Artes y las Letras, publicó en su edición pasada dos artículos sobre André Schiffrin, los cuales reproduzco a continuación.

Schiffrin: «Mi vida refleja los cambios en Europa y América»

Libros Por Jesús Marchamalo.

10 de mayo de 2008 - número: 849

André Schiffrin (París 1935) es hijo de Jacques Schiffrin, el creador de La Pléiade. Su familia, judía, tuvo que huir a Estados Unidos cuando los alemanes ocuparon Francia. Participó activamente en los primeros movimientos estudiantiles. Director durante más de tres décadas de la editorial americana Pantheon Books, fue fundador, en 1990, de The New Press. Acaba de presentar en España su nuevo libro, Una educación política (Península).

En el prefacio califica su vida de turbulenta. ¿Por qué tiene esa sensación?

Cuando eres joven no eres del todo consciente de lo que está ocurriendo. Pero viéndolo con la distancia, sí es cierto que he tenido una vida agitada, siquiera como reflejo de los cambios que se han vivido, en estos años, en Europa y América.

El hecho de tener que abandonar Francia, y su vida acomodada, durante el nazismo, debió de ser extremadamente traumático.

Desde luego, lo fue para mi familia. Yo era apenas un niño, y supieron protegerme no sólo de los peligros, sino de la propia realidad. Recuerdo que mi padre, durante los bombardeos, me nombró «vigilante auxiliar de ataques aéreos», de modo que todo aquello para mí era un juego. Fui consciente de lo que había ocurrido cuando descubrí, años más tarde, las cartas que mi padre había dirigido a su amigo André Gide, en las que le contaba lo duros que fueron aquellos años.

Cuenta cómo tras leer «Si esto es un hombre», de Primo Levi, tuvo la certeza de que su familia podría haber sufrido ese mismo destino. Es estremecedor.

Levi, Semprún, y todos los demás, fueron lecturas que tuvieron un impacto tremendo en mí, porque, sí, cualquiera de esas historias terribles podría haber sido la de mi propia familia.

Me encantó, recién llegados a Nueva York, la frase de su madre: primero están los pobres, luego los ricos y, por encima, estamos los intelectuales.

Es una pregunta que me hacen frecuentemente en Francia: si los intelectuales, todavía, siguen siendo una especie de clase dominante. En aquel momento, antes de la guerra, había mucha gente que lo pensaba, y es algo que a nosotros nos ayudó a superar los primeros años como refugiados.

Su padre fue un personaje excepcional. Editor, amigo de escritores, creador de La Pléiade. ¿Cómo lo recuerda?

Tengo un recuerdo de mi padre ligado a la enfermedad: murió cuando yo era pequeño, y su relación conmigo estuvo siempre marcada por su salud delicada. Por otro lado, era un hombre con muchas capacidades: era músico, editor, recibió importantes premios de diseño, así que acabó convirtiéndose en una figura un tanto idealizada. Siempre tuve la sensación de que no sería capaz de emularlo, hiciera lo que hiciese.

Hay una foto en su libro en la que está usted, de niño, junto a André Gide. Él impecablemente vestido, pero con unas zapatillas de cuadros.

Sí, era muy teatral vistiendo. Le gustaba llevar capas y enormes sombreros, pero al tiempo era muy casero. La foto está tomada en su casa de Cuverville en 1939. Yo tenía cuatro años, y creo que era para él el nieto que nunca tuvo. Cuando volví a verle con catorce, en mi primer viaje a Europa, llevaba con él una corte de admiradores, y noté que tenía conmigo una cierta distancia.

En ese viaje le trajo el primer libro de Truman Capote.

Sí, acababa de publicar Otras voces, otros ámbitos y Capote tenía ya una cierta reputación de provocador. La fotografía de la cubierta del libro era muy provocativa: estaba tumbado en el sofá, ligero de ropa? Gide, que había sido amigo de Wilde, sintió cierta curiosidad por Capote y por su trabajo.

En Yale usted participó activamente en la vida política de la Universidad, y militó en organizaciones de izquierda que, tiempo más tarde, descubrió que estaban financiadas por la CIA.

La CIA, en realidad, financiaba sólo la parte internacional. En Estados Unidos, en la década de los cincuenta, se vivieron los comienzos de un movimiento estudiantil que, con mucha perspicacia, la CIA intentó instrumentalizar. También el FBI hizo un importante trabajo de seguimiento; de hecho, tenía oficinas en las universidades.

Profesores investigados, escuchas, seguimientos? Su país vivió una auténtica paranoia durante la «guerra fría».

Hoy se ha olvidado el impacto del macartismo, pero todo el clima intelectual se vio gravemente afectado: la Universidad, el periodismo, el mundo de la edición? Cualquiera podía ser investigado. Realmente creo que la lucha contra el comunismo era sólo una parte del plan; de lo que se trataba era de desmontar el New Deal, algo que tiene un cierto paralelismo con lo que ocurrió con la República en España al término de la Guerra Civil.

¿Qué se encontró cuando le permitieron ver los informes que el FBI había elaborado de usted?

En realidad, sólo me mostraron unos pocos documentos que tenían que ver con mi oposición a la guerra de Vietnam y mi relación con algunos intelectuales izquierdistas europeos. Pero todos los nombres estaban tachados. Los documentos no eran más que borrones.

Cuando comenzó a trabajar como editor, decidió publicar a autores europeos a quienes no les era fácil hacerlo en Estados Unidos: Foucault, Beauvoir, Duras. ¿Qué relación tuvo con ellos?

La relación fue buena con todos, muy cercana y enriquecedora, salvo con Beauvoir, a quien lo que realmente le preocupaba era que se le abonaran las liquidaciones a tiempo.

Durante años ha vivido entre Nueva York y París, lo que le permite un conocimiento privilegiado de ambas sociedades. ¿Qué diferencias y qué similitudes encuentra?

Una de las cosas que intento mostrar en el libro es que antes de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba más cerca de Europa, con la «guerra fría» la distancia se hizo mayor, en los 60 disminuyó, y ahora vuelve a ser otra vez grande.

¿A qué piensa que se debe?

Bueno, si un gobierno crea un clima intelectual donde la máxima es que lo que piense el resto del mundo da igual, acaba teniendo consecuencias negativas. Por otra parte, los grandes grupos editoriales consideran que es inútil traducir nada al inglés. Cuando dejé Ramdon House habían decidido no hacer más traducciones.

«Una educación política» contiene un alegato contra los grandes grupos editoriales y una defensa del editor independiente ajeno a las presiones del mercado.

Durante mucho tiempo, en el mundo editorial trabajamos con la idea de que determinados libros que se vendían bien ayudaban a editar otros que no se iban a vender tan bien, pero que era interesante publicar. Todo esto cambia en el momento en que los grandes grupos quieren que cada libro sea rentable, que todos lo sean. En este escenario es realmente estimulante ver que tanto en Estados Unidos como en Francia y en otros países europeos hay una generación de nuevos editores independientes que empezaron trabajando en grandes editoriales, y que ahora están haciendo un trabajo muy interesante al margen de los grandes.

Vive entre Estados Unidos y Francia, entre Bush y Sarkozy, con quienes no comulga demasiado, ¿no?

No. Lamentablemente, Bush y Rea-gan han sido los modelos para Sarkozy, pero Hillary lo es para Ségolène [Royal], lo que tampoco ayuda mucho?

Y Bart Simpson, ¿sigue todavía en su catálogo?

No, ya no, por desgracia. Su presencia podría haber cubierto perfectamente todos los libros de Foucault.

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Un americano en París

Libros Por Sergi Doria.


Las raíces familiares de André Schiffrin organizan un excelso catálogo editorial. Culta infancia en París. Su padre, Jacques, judío de cuna rusa, aprendió Química con Alfred Nobel y montó una empresa que le hizo rico. Llegaron años difíciles: la empresa, colectivizada por los bolcheviques. Clases de ruso en Florencia a Peggy Guggenheim. Su amistad con André Gide le hizo probar suerte en la edición y Jacques Schiffrin inauguró en 1922 La Pléiade. La selecta colección se integró en 1933 en Gallimard, hasta que la editorial fue «arianizada» por los nazis y empujó a los Schiffrin al exilio estadounidense.

Comenzaba para André una vida de «lealtades compartidas». La cultura francesa seguía presente: su padre vertía al inglés El silencio del mar, de Vercors; los Journals, de Gide; los vuelos de Saint-Exupéry y la filosofía de Maritain. En sus veladas americanas escuchaba voces europeas que le imprimieron carácter: Arendt, Sartre, Broch? Un carácter que evolucionó del americanismo del New Deal de Roosevelt a un inconformismo frente a las arbitrariedades del macartismo. Los excesos del senador que veía comunistas bajo las alfombras y las pesquisas del FBI hicieron a Schiffrin volver la mirada a su partida de nacimiento francesa.

Por veinticinco Centavos. Una educación política, titula su autobiografía. Una educación partidaria de la intervención del Estado y francófila en lo cultural. Un europeísmo tan optimista que condena el belicismo yanqui en Corea y olvida que en el Viejo Continente germinaron las dos guerras mundiales y el yugo estalinista. Una francofilia que alaba las nacionalizaciones y asegura que el gaullismo «efectuó una purga de colaboracionistas y miembros de extrema derecha» (puro optimismo). Eso no quita para que, en la Norteamérica de Truman y Eisenhower, el joven Schiffrin trabaje en una de las 350 librerías de Nueva York y pase sus ocios en el Museo de Arte Moderno viendo clásicos del cine, por sólo veinticinco centavos. El capitalismo tampoco le impedirá estudiar en Yale con una beca de dos mil dólares. Obtuvo premios de oratoria y pronunció el discurso de su graduación summa cum laude.

Aunque afirma que la política económica norteamericana no estaba clara al final de la guerra -a diferencia, según él, de la europea-, reconoce que en los cincuenta «era un país próspero, los salarios llevaban subiendo de modo constante desde el final de la guerra, había cada vez más negros que estaban desplazándose de las escalas salariales más bajas a trabajos decentes en la industria. Parecía haber muy poca necesidad de una izquierda, vieja o nueva».

Paladeo del ocio. Luego Schiffrin accedió con otra beca a la Universidad de Cambridge; allí descubrió que en Europa no existía la «motivación de la ganancia» y vio ridículo que en Yale el trabajo fuera una manera de pagar el derecho de estudiar una carrera: «En Cambridge todo estribaba en cuánto conseguías por nada? Con este primer paladeo del ocio llegaba esa pregunta que es la más subversiva de todas: ¿por qué trabajar?». La pregunta encantaría a cualquiera de nuestros universitarios de hogaño...

La «educación política» de Schiffrin oscila entre la identificación de Bush y su caterva neocon con Norteamérica y la idealización del intervencionismo estatal. En cuanto a su actividad profesional, el autor abunda, como en La edición sin editores y El control de la palabra, en la denuncia del management que supedita el libro a la cultura del pelotazo. Director defenestrado de Pantheon Books, asumió traumáticamente la concentración editorial, hasta que fundó en 1990 The New Press. Al recordar su trayectoria americana, cuando publicó a Foucault, Beauvoir y Sartre, denuncia las formas empresariales que «resultaron ser peligrosas, incluso fatales a menudo, para la actividad editorial inteligente? Y, sobre todo, los beneficios no sólo se esperaba que creciesen, sino que acabaran aproximándose a los que obtenían otros sectores, incluidos los sectores mucho más productivos del cine, la televisión y la prensa». Lleva razón, aunque en ese lamento meta en el mismo saco la globalización, las teorías de Chomsky y la nefasta gestión de la guerra de Irak.

Schiffrin ha retornado a una Francia que editorialmente sigue, en su opinión, el «mal ejemplo» americano; pero admira a los franceses, que «aún miran al Estado para resolver colectivamente muchos de sus problemas»: un rasgo de grandeur que los analistas atribuyen precisamente a la decadencia de un país varado en el inmovilismo funcionarial. La Francia Dormida de Baverez se le antoja a Schiffrin una Bella Durmiente.