8.12.07

Modos y modas. 30 años de «Punk»

Podría asegurarse de las vanguardias que cruzaron meteóricamente el espacio del siglo XX que, aun oficialmente inactivas y desaparecidas, iluminan como auténticos «soles negros» los escenarios de nuestro hoy. Lejos de quedar anuladas, las disonancias y rebeldías del ayer conforman los mundos de la vida del ahora, donde sus gestos y proclamas han sido armoniosamente integrados en el imaginario colectivo que, día a día, se hace más potente al nutrirse hasta la obesidad, sobre todo de rechazos y tender siempre a anexionar todo lo que antiguamente le combatía.

«Yo odio». He ahí una estrategia antifundamentalista que tiende más a abrazar amebianamente lo otro, incorporándolo, que a erradicarlo de la faz de la tierra. Los ataques virulentos a la cultura de Occidente y las negaciones radicales y espasmódicas se han resuelto finalmente en un engrandecimiento extraordinario de esa misma esfera donde se opera en una lógica aditiva y bulímica, según la cual todo lo que no mata, engorda. «Yo odio» rezaba la camiseta del desaparecido Johnny Rotten, el líder de Sex Pistols, pero he aquí que hoy sus fanáticos le devuelven el desafío intransigente convertido en devoción al icono: I love Sex Pistols. De continuo se abren espacios donde el desmadre imaginativo y poético encuentra una expresión teatral, amplificada: son los gestos que ayudan decisivamente a renovar el espacio simbólico estándar, sorteando así el siempre posible colapso civilizatorio fatal. Todo en orden a reforzar la caverna plutoplatónica que llamamos Occidente.

Disueltos en el magma posmoderno, los valores disruptivos del ayer constituyen hoy el núcleo duro de nuestras creencias y han sido eficazmente trasfundidos a nuestros hábitos, colaborando a construir el hábitat, el clima expresivamente tenso y dialéctico del capitalismo tardío, que no crepuscular. El gesto intencional que procuraba la subversión de la situación y el alumbramiento de un mundo otro se ha convertido en un leitmotiv de los tiempos de la aceleración temporal, y los dispositivos sociales en punta han copiado de las vanguardias antiguas la pulverización de las tradiciones, y la irrisión de las estructuras morales.

Quien piense que las revoluciones han fracasado secularmente se equivoca; al menos todas aquellas producidas en el terreno de la estética; aquellas que tienen un carácter justamente simbólico y que se han manifestado como representaciones culturales, han sido inmediatamente asimiladas por las industrias con solo embotar levemente su filo. El impulso hacia la estetitización general del mundo acude a estas reservas donde encuentra motivos para la reconstrucción de sus paradigmas envejecidos y desgastados, y donde los desafíos de otros días inyectan resurrectina a las retóricas del espectáculo y a los sistemas de la moda, que viven del reciclaje y el assemblage de todo lo que fue extravagante, marginal y minoritario. Lo desafiante, lo audaz y lo pugnaz son bien acogidos, siempre que operen en una lógica tipo «el espectáculo debe continuar».

«Revival» de lo disonante. No basta con ese triunfo diferido y desleído. Por todas partes se levantan las memorias de aquellas gestas y empresas de la destrucción negativizadora, y a cada paso se programa el revival generalizado de lo que fue disonante al sistema, agitándose el fantasma de una otredad finalmente deglutida.

Los recuerdos del Punk, los homenajes a Dadá y la vivencia a lo Debord que se generaliza en la urbes conmemoran, exorcizándolos, los momentos del peligro, las delgadas líneas rojas que algunos cruzaron, y su reposición supone un algo de reapertura de antiguos abismos ofreciendo remakes de los mismos escenarios donde acontecieron fracturas y fueron abiertas perspectivas sobre un «afuera». El deseo de ingresar en una vida radicalmente transformada después de todo permanece intacto.

Experiencia común. Con todo, en una era abiertamente post bélica y after Bomb, las dinámicas terminales de los apocalípticos han sido transmutadas en energías de progreso e introducción de la novedad fascinógena a todo trance. El cambio y el avance todo lo preside, haciendo homenaje explícito a la significación última del concepto de vanguardia en cuanto ocupación heroica de territorios incógnitos. Sólo que lo que antes experimentaba un reducido cuerpo expedicionario se hace hoy experiencia común de las masas, obligadas a acudir al teatro bélico donde son sus antiguas condiciones de vida las que van a ser sacrificadas en aras de la buena causa de hacer aparecer todo lo que viene a excederlas. En esas condiciones, el pasado agoniza por K.O. técnico, y todo lo viejo se ve inmediatamente conmutado y sustituido en una nueva estrategia de la ilusión perpetua. El signo elástico y hedonista de los tiempos se precipita hacia delante desembarazado ya de la conciencia desgarrada de otros días.

«No future» exclamaban con poca perspectiva los herederos de Saint Just, erizados de clavos y con el pelo atormentado. Pero las mitologías de la clausura y de la lluvia ácida total no cuentan con el factor humano, situado siempre en la pista de adaptación a todo medio (incluyendo el aire: somos «criaturas del aire») y en la supervivencia a todo trance. El nuevo cuerpo biopolítico, de cuya constitución mutante comenzamos a tener noticias, sorteará los derrumbres ecológicos y los cataclismos políticos del mundo operando en escenarios que hoy tienen la textura de los sueños de un replicante.

En estas condiciones el futuro permanece más que nunca abierto, y su condición más evidente es la de que se encuentra eternamente suspendido entre lo indeterminado y lo indecible.

Fernando R. de La Flor.