Siempre pensé que no llegaría a
los treinta años. Y el tiempo cada día me grita que estaba equivocado. Desde
que cruce la línea he sentido cómo mi mundo se desliza entre los dedos. He
logrado acumular objetos que jamás pensé tener; objetos que he ido agrupando
como si fueran una fila de dominó esperando ser derrumbada. Ese acto sencillo
de poder empujar las fichas con el simple roce de la uña del dedo medio es el
que me ha mantenido de una manera casi agobiante, en un inacabado estado de
pánico. Ahora sé que no es mi voz la golpea el teclado de esta máquina. Es el
pánico quien dicta estas palabras. Estas palabras hablan de una zona de confort
en la que los signos de la autocomplacencia son quienes colocan las citas en la
agenda. Despertar con el sonido de la alarma de un antiguo carguero. Ducharme
en menos de diez minutos. Escoger un traje oscuro. Una camisa. El cinturón. Los
zapatos bien lustrados. La corbata como signo infalible de la prisión del
cuerpo. Como la llave correcta que deja fluir la suficiente sangre al cerebro
para no parecer un autómata. Llegar a un rancho cinegético de empleados que
desde su corral de muebles de oficina luchan por cada centímetro de campo
obtenido. Comer una y otra vez lo mismo. Volver a casa con la certidumbre de
estar en medio de un cinta de Moebius. Luchar contra el insomnio mientras estas
letras se suceden en el espacio en blanco del ordenador.