En la orilla de la línea que
separa este momento y la vida que sonríe como la muerte, el único capaz de
observar sin remordimiento es el gallo, quien canta a ambas con la misma
templanza con que el sol incendia el horizonte. Las parejas del gallo lo saben,
por eso, cada mañana, para proteger las esferas fruto de su diminuto cuerpo, atacan con aquello que dios les ha otorgado como arma. Cuando son servidos los desayunos americanos en los restaurantes, el aire
debería de estar impregnado de oraciones de agradecimiento porque el creador de
las gallinas les dio picos y no Kaláshnikov*. Tal vez por eso son pesados los
nuevos días; no por ser un monumento a la existencia, si no por recordar que la
cuenta del calendario no se detiene.
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*idea de Ramón Egea.