9.5.10

La humedad de las cañerías

El olor de la sangre te despierta. Escuchas la humedad del agua trasminarse por las tuberías que están detrás de las paredes de tu diminuta habitación. Sientes casi palpable el miedo que arremeten las lagrimas de una mujer, que afligida no ha dejado de llorar en las últimas tres horas. Sabes que han sido tres horas porque es el mismo lapso que has dormido. Lo sabes porque obsesivamente, cada noche antes de cerrar los ojos por última vez y al despertar, tu primer reflejo es observar el pequeño reloj de tu escritorio que te grita con su voz roja incandescente que tus problemas de insomnio comenzaron cuando tu mujer decidió abandonarte por perdedor.

Escuchas voces; no puedes entender nada de lo que oyes. Únicamente percibes el aplastante rito de los pasos sobre el techo de tu habitación. Los comparas con los desfiles militares que de niño observabas en la televisión. Con lo alucinantemente autómata de cada paso, con la marcha siniestra de un montón de juguetes de hueso uniformados como legos gigantes a la espera de ser usados. Comparas los gritos con la voz de tu padre irrumpiendo el silencio de tu hogar en la madrugada. Sientes las voces taladrando al sistema nervioso. Los sollozos de tu madre pidiendo clemencia a un ser que extravió la mirada en el fondo de un vaso de vino. Sientes tus arterías repletas de bólidos coágulos calientes. Sientes la inmersión de cientos de pequeñas agujas de acupuntura taladrando tu cerebro. Sientes la humedad del agua cuando tiran la cadena del inodoro. Escuchas la puerta de tus vecinos sellarse como una lápida.

Te levantas con el asco del día. Tomas una ducha. Te vistes con la primer camiseta que encuentras. Tomas los calcetines menos sucios y te los calzas. Sales a patear la calle. Llegas a la biblioteca pública de la Puerta de Toledo. Tardas casi dos horas en decidir cuáles serán los libros que te harán compañía estos días. Extraes de las estanterías La caída del Tiempo de Cioran y La metamorfosis de Ovidio. Al salir, en la puerta te parece ver a tu exnovia. La sigues. Ella lo percibe. Apresura el paso. Tú haces lo mismo. Después de andar seis calles en un semáforo que está en rojo te das cuenta que te has equivocado. Das media vuelta. Observas tu reloj de pulsera, ves que es medio día. Decides que tu único destino es el bar de la esquina de tu casa. Te diriges hacía él. Llegas al sitio y ocupas un rincón de la barra. Pides una caña y un bocadillo de lomo.

El cantinero te sirve un vaso de vidrio rallado por el paso del lavavajillas. De un sorbo bebes la mitad. Comienzas a leer:

Antes del mar y de las tierras y, el que lo cubre todo, el cielo,
uno solo era de la naturaleza el rostro en todo el orbe,
al que dijeron Caos, ruda y desordenada mole
y no otra cosa sino peso inerte, y, acumuladas en él,
unas discordes simientes de cosas no bien unidas.

El cantinero irrumpe tu lectura aventando el plato que contiene tu comida. Sin apartar la mirada del libro bebes lo que restaba de tu cerveza. No es necesario que pidas otra, dos años completos de repetir esta rutina dos o tres veces por semana han enseñado al cantinero a formarte vasos de cerveza sin la necesidad de preguntarte si deseas más. Sigues leyendo. Después de la quinta cerveza das una mordida a tu bocadillo, está frío. Cada palabra de Ovidio te conduce a un asidero distinto en tu mente. Pides la cuenta, un Farias y un Ballantains con agua natural. El cantinero te trae todo. Pagas con un billete de veinte euros. Sales del bar un poco descompuesto.

Llegas a casa y te preparas un whisky más. Mientras sirves el J&B lamentas tener que cambiar de marca. Vas a tu habitación y continúas leyendo. De un momento a otro olvidas el discurrir del tiempo. Dejas la lectura y te enfocas en vaciar el líquido de la botella verde. Enciendes tu ordenador y dejas correr el track list del itunes. Pierdes la conciencia.

Una sensación pastosa y amarga te despierta, recorre tu sistema digestivo, llega a tu garganta. Trastumbando vas al baño. Como si imploraras perdón a Baco te hincas delante del retrete. La solución que emana de tu boca es amarrilla con dejos rojos. Al observarla piensas en el olor del día anterior. Bajas la cadena y sientes los poros de la piel expandirse. Te levantas del suelo, abres el grifo, te lavas la cara.

Regresas a tu habitación y escuchas la voz de Björk. Apagas tu ordenador y te tumbas sobre la cama. Todo está en silencio. Observas a tu inquisidor despertador. Recuerdas que tienes que ir a la facultad a buscar a tu asesor. Decides no postergar más el acto y te levantas a ducharte. Sales de asearte y tomas del armario una camisa y un pantalón de gabardina. Sales de casa y te diriges a la estación del tren. Los diez minutos que separan tu hogar del andén los haces en silencio mental. En el semáforo de la glorieta de la Puerta de Hierro un joven de chaqueta azul te extiende un ejemplar del 20 minutos. Lo tomas y sigues de frente. El tren llega puntual. Hojeas el diario y una noticia breve llama tu atención:

Alarmante el índice de violencia intrafamiliar

María G. P. inmigrante peruana fue ingresada de urgencias por un sangrado vaginal severo, producto del maltrato de su esposo, Manuel P. P., quién en varias ocasiones empotró salvajemente uno de sus puños en la vagina de su esposa. La víctima, afincada en el barrio de La latina es sólo uno de los casos…

Sigues leyendo sin poner atención. Recuerdas el olor de la sangre, las voces de todos los días, el llanto, los pasos que surcan el techo, la humedad de las cañerías. Piensas en tú padre y la madrugada. La voz del tren te regresa al periódico. La próxima estación es la de la universidad. Observas el reloj de la puerta del vagón, otra vez has llegado tarde a tu cita.