11.9.08

Espectros
Jorge Fernández Granados

La memoria echa sus cartas
en un lento ritual siempre incompleto,
como quien busca una inscripción, el árbol
donde las cicatrices están frescas;
los rostros repetibles de la gente
y el aroma verde de la lluvia,
en esta ciudad la piedra que recuerda
los hoteles y los templos,
la manía amontonadora de los escaparates,
los cafés de luz fría y bebidas tibias
donde se gastaron las palabras
sobre el arte y el amor, entre
otras bellas mentiras inmortales;
el paraíso barato de los cines,
el maquillaje cursi de las citas,
la transparencia de unos ojos
en que todavía no ha entrado el mundo
y arden con ese temblor brillante
entre el asombro y la codicia;
noches que parecen existir
antes de ser vividas
y en que una parte de nosotros muere;
noches de sangre, risa y turbias confesiones,
cuando se aprende a hablar de todo y nada
oyendo cómo pasa el tiempo
encima de la piel desnuda
y en la avenida el ruido de la gente
es mejor que la música, es el fondo
ambiguo, pardo, apurado
de cien historias de nadie
que van poblando de miseria y estrépito la noche;
callejones de carroña y bares
donde la vida es grotesca y bíblica,
donde se oficia el deseo y el sarcasmo
mientras el dolor deja una grieta
que dura más que las palabras;
azoteas muy cerca del cielo
llenas de ropa limpia, gatos y mujeres
que soñaban cosas imposibles y fumaban
pensando en su vida, su país, las dictaduras,
que oían canciones viejas, amaban con rabia
y tenían una maleta al lado de la cama;
también, con su huraño traje gris, los oficios
de la mediocridad o el hambre,
triunfos llenos de fracaso,
despachos desvencijados y desiertos,
mansiones donde nadie
ignora que la vida tiene un irrisorio precio;
inagotables veladas de un carnaval humano
menos siniestro que gracioso y, siempre
a medianoche, más cerca de la soledad que de la alegría,
rompecabezas de alcohol, deseo, disparates
y, sobre todo, quienes buscan una noche de su vida
tener algo más que un buen empleo;
madrugadas de humedad y comezón
en recámaras prestadas
cuando después del sexo el alma tiene prisa
por dormirse o, mejor, buscar un taxi
y salir a la noche de nadie, predadora,
vieja sombra que todo el tiempo nos recuerda
qué breves son los éxtasis del gozo, la fe o la juventud,
qué breves son los sueños por los que damos la vida;
calles siempre menos habitables que el amor y sus espectros,
donde pasan discretamente las historias y se acumulan
como el polvo a la orilla de las bancas,
calles que parecen descifrables a lo largo de los años,
siempre demasiado cómplices
de su reticente aroma a decadencia,
del absurdo rentable de sus hordas,
del cielo que deshace lentamente su corazón de piedra,
calles que a pesar de todo, cualquier día,
ocultan un encuentro, una puerta, un pasadizo,
una extraña inscripción como un secreto
y en donde sabemos que de alguna manera, terrible y hermosa,
aún habita ese nombre que oímos en un sueño.