1. Temperatura corporal
“La vida se va escurriendo y el tiempo se sale con la suya/mañana
igual que hoy” escribía W. H. Auden, estos versos regresaron a mi cabeza cuando
terminé la lectura de la novela Signos vitales de Vanessa Téllez. Estos versos
y un estado de Facebook de Rogelio Guedea, son para mí, ahora, el soundtrack
textual para generarme más preguntas sobre la novela que hoy nos convoca.
Guedea escribía: “He llegado tarde a todo. Nadie me cree cuando lo digo, pero
es cierto. He llegado tarde a todo, incluso a aquello que tenía que escribir.
Ya antes alguien lo había dicho mejor que yo, tantas veces. Y yo he tenido que
venir a repetirlo, y mal. Lo he hecho porque sé que el hombre es un
desmemoriado. Pronto se olvida de su historia, de su país, de sus manos, de
todo. Por eso hay que recordar las cosas todos los días, escribirlas nuevamente
desde el principio, aunque ya sepamos (lo sepamos con desgana) que hemos
llegado tarde a ellas, como yo ahora que lo digo. Me pesa, es cierto, y qué se
le va a hacer. Qué diferente habría sido haber escrito el primer zumbido de
abeja, aquella flor abriéndose, el mar golpeado por los remos de una barca que
naufraga, un árbol quebrándose, y cayendo. Ahora mismo, incluso, nadie me
lee... Mi escritura no tiene espalda y eso, al menos, le hace menos dolorosa la
caída”. Esta caída que he venido
postergando hasta el final de las 139 páginas de la novela y que descargó sobre
mí una especie de liberación que regresase a mi cuerpo la temperatura corporal
que esperaba.
2. Pulso
“Las personas nos llegan un día de la nada, aparecen en la calle,
caminando por las avenidas, subiendo los escalones de una casa cualquiera;
todos los movimientos acontecen sobre la prisa de la rutina, y luego, con más
calma, esas mismas personas, todavía extrañas, se sientan en tu casa, toman tus
libros, inspeccionan tu cama, revisan tu ropa, te huelen, esperando quizá
olfatear algún secreto”. Esto, desde luego no es mío, no estoy
apto para escribir algo tan profundo y honesto, esto es el
principio del capítulo XXII de la novela, son esas palabras las sombras de
Vanessa. Ella es y no es quien habita las páginas de la novela. Zoé, la voz que
narra Signos vitales, es y no es Vanessa. Zoé es quien carga de perdigones una
granada de recuerdos y después va dando cuenta de la explosión de ellos. Ella
sabe que la inminencia de la muerte fue quien dejó caer esa granada. Zoé va
entonces caminando sobre los restos de esos recuerdos. Realiza el viaje sin más
armadura que ir al encuentro de su pasado para confrontar é intentar responder
su presente. El pulso de la novela está fincado en el amor. Sí, en el amor
desde la otra cara de la hoja que suele ser ese cuchillo artero con que se
descuartizan los corazones. Es entonces el amor y el rencor, el odio, quienes hablan.
Las imágenes poéticas se suceden y uno descubre entonces, vuelvo a citar a Zoé,
que “la felicidad no está en nosotros, apenas es un segundo que nos acaricia,
una palabra que nos consuela del vacío que abundante se yergue en nuestras
cabezas”.
3. Presión Arterial
El amor son todas nuestras rabias. Nuestras alegrías y esos segundos
que se acumulan en la memoria y que después desaparecen. Yo también al igual
que Zoé, “cuando todo resultaba nuevo, cuando sorprenderme por pequeñas cóleras
era incluso afortunado, pensaba que el amor debía ser la más hermosa de las
miserias”. Al igual que ella, pero sin estar desahuciado, he auscultado en la
soledad como un viaje iniciático a nuevos estados de convivencia. A sitios
inconmensurables en donde, en medio de la estridencia de la compañía del mundo,
la existencia del ser humano se reduce a interrogantes, a pequeñas placas, a
breves imágenes que en secuencia constituyen la película de nuestras vidas.
De entre la serie de secuencias que hilvanan la historia, existe un
pasaje que habla del amor y el descubrimiento del mundo. Un pasaje que tatúa la
imaginación de quien lo lee, pues no quedará intacto después de hacerlo. Un
pasaje que habla sobre Zoé y su prima Esther (quien tiene una enfermedad que la
condena a parecer niña) y una visita que realizan a una zona de prostíbulos. Un
pasaje que abunda en las bondades de la noche y sus habitantes, en el deseo, en
el descubrimiento de la sexualidad que oscila entre la inocencia y la
perversión.
4. Frecuencia respiratoria
Leo en un blog: “Los que sobran, los que faltan, los que siempre
harán falta, los que jamás van a sobrar… he tropezado tantas veces contigo que
a veces creo que eres todo menos piedra. Ven y dame un abrazo inexplicable”. Y
pienso en el rostro de quien posteó esas palabras. Pienso en el rostro de Zoé,
de Aura, de Jacinta, de Esther, de Alma, de Martha, de Fabián. Pienso en el
Acapulco que no es la joya turística que hemos conocido. En los habitantes de
un Guerrero incendiado por el odio, el rencor, la soledad y el dolor que hoy se
lee también en los diarios y en la literatura guerrerense. Pienso en Signos
vitales como una larga epístola que habla de las pulsiones del ser humano, de
sus más íntimos reproches y sus más profundos placeres. Pienso en la incertidumbre
de la protagonista y de su viaje personal a la Itaca de los brazos de su padre.
Pienso en la cantidad de hombres y mujeres que crecen con los cimientos de una
familia fracturada. Pienso en quienes fracturan la familia ya construida. En
cómo el amor y el cariño en ocasiones no son suficientes para edificar algo.
Pienso en la cantidad de imágenes tan crueles y hermosas que pululan en la prosa
de Vanessa. En la forma en que el sol va comiéndose el 65% de nuestro cuerpo,
en cómo entra por la ventana de la habitación donde escribo estas palabras, y
acumula su sombra y devora el día, hasta convertirse en noche y recordarme que
todo ocurre un día a la vez. Pienso en esa frase que ahora mismo puedo
repetirme como un mantra, en esa frase que está escrita entre líneas en la
novela Signos Vitales y que ahora sirve para recordarme que la soledad era
esto, que la vida es esto y muchas otras cosas más: un día a la vez.